domingo, 1 de julio de 2012

Mi familia y otros animales, de Gerald Durrell.




Hace unos días, el 26 de junio, Viajera sin descanso me lanzaba a través de un comentario en este blog una invitación: lee Mi familia y otros animales de Gerald Durrell, que además, seguía diciendo, es un buen libro para el verano al transcurrir en Corfú. Hasta ahora no había leído a Gerald, pero sí había disfrutado mucho con la lectura de su hermano Lawrence (Larry), por eso no entendí que Viajera sin descanso me dijera que para ella Larry siempre sería el hermano pesado de Gerald. Hasta que empecé a leer este libro. Si Lawrence es conocido por su tetralogía El cuarteto de Alejandría, Gerald lo es por la trilogía de Corfú, que engloba Mi familia y otros animales; Bichos y demás parientes; y el último, El jardín de los dioses. En la introducción al libro nos dicen que es una mezcla de géneros: retrato de gentes y lugares, la autobiografía y el relato humorístico. Para mí, sencillamente, es un canto a la vida.
            Igual les extraña algo de los dos primeros títulos, ese meter en un mismo paquete a la familia y a los animales, a los parientes y a los bichos, pero cuando entramos en el mundo de Gerald entendemos que es sólo fruto del cariño que siente por todos (aunque parece sentirse más unido a los bichos, aparte de comprenderlos más y mejor). Gerald Durrell fue además de escritor, zoólogo, y ya desde sus diez años, que es a la edad que se remonta para contar esta historia, descubrimos su pasión por los animales. Quizá ese observar tan detenidamente desde la niñez el comportamiento animal, le convirtió más tarde en un excelente retratista. ¿Y a quién retrata aquí? Pues a toda su familia durante los cinco años que pasaron en Corfú. Nos encontramos con su madre (viuda), gran cocinera, siempre entre pucheros, recogiendo plantas, flores, cuidando de su prole; con su hermano (muy pesado, sí) Larry, de veintitrés años, pedante a más no poder en ese momento, y futuro novelista; con su hermano Leslie, de diecinueve, gran amante de la caza, disparando aquí y allá; su hermana Margo, de dieciocho, aficionada a coleccionar trapitos y colonias; y sobre todo nos encontramos a muchos, muchos bichos: galápagos, perros, salamanquesas, escorpiones, amantis, culebras, gaviotas, urracas, etc. Mezclados y conviviendo unos con otros. Y si estos “personajes” no fueran ya suficientes, a lo largo de esos cinco años y tres casas (una la dejaron porque venían muchos amigos de Larry de visita y necesitaban una más grande para acogerles; otra porque iba a venir un pariente no muy deseado, y para que no viniese, volvieron a trasladarse a una más pequeña) aparecerán también un buen número de excéntricos, pero claro está, van que ni pintados con esta familia. Vivir en Corfú era como vivir en medio de la más desaforada y disparatada ópera cómica.
            Cuando se publicó Mi familia y otros animales, la madre de los Durrell ya había muerto. A ella se lo dedica Gerald. Y Larry, en el prólogo del libro de su hermano, empieza diciendo que es la heroína de esta historia. Cuando terminas de leerla, sientes que un pedacito de esta familia y un pedacito MUY GRANDE de Corfú se te ha quedado dentro. Cuando terminas de leerla, también piensas que a lo mejor no hay grandes o pequeños temas, sino grandes o pequeños narradores. Y cuando hay amor, y profunda pasión por algo, es muy difícil no transmitirla. Gerald la transmite: por su familia, por sus bichos (increíble cómo narra las relaciones entre los animales), por Corfú.
            Cuando Viajera sin descanso me recomendó este libro, le dije que a ver si podía localizar una de las muchas cartas que Lawrence (el pesado Larry) le escribió a Henry Miller, y a lo mejor, leyéndola,  empezaría a mirarle con otros ojos; en concreto se trata de una carta que más tarde se convirtió en apéndice del libro El Coloso de Marusi: el delicioso libro de Henry Miller en el que narra su viaje a Grecia.
             En esta carta de Lawrence, que es otro canto a la vida, descubrimos lo que significó esta tierra para otro de los hermanos Durrell. Espero que os guste. La transcribo porque también es muy de verano: Kikirikiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii.  
            A bordo – Arntena                                                                 
            10 de agosto de 1940
            Los campesinos están echados por todas partes comiendo sandía; el jugo corre por las cunetas. Una enorme multitud se dirige en peregrinación a la Virgen de Tinos. Y aquí estamos precariamente fuera del puerto, escudriñando la línea del horizonte en busca de submarinos italianos. Lo que en realidad quiero contarte es la historia de los gallos de Ática. Servirá de marco a tu retrato de Katsimbalis, que aún no he podido leer, pero que según dicen es maravilloso. He aquí la historia: Subimos todos a la Acrópolis la otra noche, muy borrachos y exaltados por el vino y la poesía; era una noche oscura y calurosa y el coñac nos hervía en las venas. Estábamos sentados en las gradas en la entrada del gran pórtico, pasándonos la botella: Katsimbalis recitaba y Georgakis lloriqueaba; de pronto a aquél le sobrevino una especie de ataque y tras ponerse de pie de un salto, comenzó a gritar: << ¿Queréis oír los gallos de Ática, condenados modernos?>>. Su voz tenía un timbre de histeria. No respondimos, ni tampoco él lo esperaba. Se acercó corriendo al borde del precipicio, como si fuese la reina de las hadas, todo vestido de negro; echó la cabeza hacia atrás, colgó el bastón de su brazo herido y emitió el toque de trompeta más espeluznante que haya escuchado jamás. Quiquiriquiii. Resonó por toda la ciudad, parecida a un tazón oscuro salpicado de luces como cerezas. Rebotó de un montículo a otro y se deslizó bajo los muros del Partenón, bajo la victoria alada, aquel horrible canto de gallo macho, peor que Emil Jannings. Quedamos mudos de perplejidad, y mientras nos mirábamos el uno al otro en la oscuridad, a lo lejos, con una claridad argentina en la noche, respondió un gallo soñoliento, y luego otro, y otro. K. enloqueció entonces. Adoptando la postura de un pájaro a punto de lanzarse al espacio, agitando los faldones de la chaqueta, lanzó un alarido terrorífico, y los ecos se multiplicaron. Gritó hasta que se le hincharon todas las venas, parecía un gallo apaleado y destrozado de perfil, aleteando en su propio estercolero. Seguía gritando histéricamente y su auditorio siguió creciendo en el valle, hasta que, como clarines, cantaron y cantaron respondiéndole desde toda Atenas. Finalmente, entre carcajadas y acceso de histeria, tuvimos que rogarle que se callara. La noche entera vibraba con el canto de los gallos, toda Atenas, toda Ática, toda Grecia, parecía, hasta imaginé que incluso tú te despertabas en tu escritorio de Nueva York para oír aquel repique sonoro y terrible; el canto del gallo de Katsimbalis en Ática.
            Fue épico. Un momento grandioso y puramente katsimbaliano.
            ¡Si hubieses podio oír aquellos gallos, el frenético salterio de los gallos de Ática! Soñé con ellos dos noches seguidas. Bueno, en este momento nos dirigimos a Mykonos, resignado ahora que hemos oído los gallos de Ática desde la Acrópolis. Me gustaría que lo escribieras, sería parte del mosaico.
            Saludos a todos.
            Larry.
Patricia L.

3 comentarios:

  1. Olvidé decir al final del post que el libro que menciono de Henry Miller, "El coloso de Marusi" lo conseguí hace años en una tienda de "libros usados". No sé si se ha vuelto a editar. Lo digo por si alguien tiene interés, que no sé si se podrá conseguir facilmente. Respecto a las cartas de Durrell-Miller imagino que sí.
    Patricia

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  2. Me alegro de que te haya gustado. Por cierto originalmente era una trilogia, pero al final de su vida Gerry añadió un cuarto libro no tan conocido "Un novio para mamá y otros relatos".

    En este momento no creo que consiga la concentración necesaria para leer a Larry pero en cuanto pueda lo intentaré. ;-)

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  3. Gracias a ti por la recomendación! Creo que el que me dijeras que Larry era el hermano pesado de Gerald me hizo picar el anzuelo. Pero tenías razón: a los veintitrés años era un auténtico plasta, lo que no quita que también oírle siempre hacer puntualizaciones y utilizar su ironía, luego bien recogida por Gerald en este libro, forme parte de la gracia. Todos con su particularidades ponen su granito de arena para este simpático mosaico. En algún momento volveré a retomar a Gerald, me ha gustado mucho este libro. Y anoto ese cuarto.
    Patricia

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