Tengan un poco de paciencia y acompáñenme –en esta
máquina del tiempo improvisada –a Cambrils, año 1909. ¿Ven a ese niño de cinco
años que está sentado en el sillón, en esta habitación repleta de juguetes? Sí,
está vestido como un rey, con su capa de armiño y su corona doradísima. Justo
ahora está presionando con las manos sus pequeños párpados, para visualizar
esas imágenes que tanto le gustan: primero unos huevos fritos (sin sartén) y
unos relojes a punto de derretirse. A continuación se ve –cómo no –a sí mismo,
junto a un amigo, paseando los dos por el campo. Están atravesando un puente
sin barandas. Mientras él camina, ayuda a avanzar al otro, que va en triciclo,
y de repente, se le ocurre una idea muy brillante, así es de original.
Gira
su cara para ver si viene alguien, y al comprobar que sólo ellos dos están en
ese paisaje, decide darle un empujón al niño del triciclo que cae cinco metros
rodando. Nuestro pequeño rey mira hacia abajo, sonríe, y corre a su casa para contar lo que ha pasado: ¡el niño se ha caído! ¡el niño se ha caído!
Mientras
el niño dolorido está tumbado en su cama, nuestro rey con pantalones cortos se
encuentra en la planta de abajo, en una mecedora balanceándose una y otra vez,
una y otra vez, qué bien se siente. Observa desde su privilegiada posición como
bajan dos muchachas con jofainas llenas de sangre. Pero él está de buen humor,
en esa mecedora adornada con labor de
crochet que cubre el respaldo, los brazos y el almohadón del asiento, mientras
él se lleva unas cerezas a su boca rosada. También la labor está adornada con gruesas cerezas de terciopelo. Qué
bonito, cómo se gusta y cómo le gusta todo.
Le
vemos coger el camino de regreso a su casa, lleno de gozo, contemplando el
contraste de los colores del campo, ¿no ven lo hermoso que es todo? Llama a la
puerta y una vez dentro grita: ¡Estoy aquí madre! ¡Que me traigan mi traje de
rey!
De
nuevo en su habitación, vestido de rey, alcanza con sus manos el cetro que hay junto
al sillón.
(…)
Viajemos ahora al 1910, esta vez a Rustshuk, Bulgaria.
Otro niño de cinco años está sentado sobre su cama, en una habitación más
modesta que la anterior: una cama, una mesita y una lámpara. Mira fijamente el
papel de la pared, los numerosos
círculos oscuros de su dibujo. Está moviendo su boca, dando vida a diversos
personajes que parece observar, animándolos con su voz. Cierra la boca y sigue
mirando. Hasta que sus ojos se quedan fijos y vemos que ahora aparece en un
patio fuera de la casa, jugando a la pelota solo. Llega una niña, un poco mayor
que él con un montón de cuadernos. Él sale corriendo hacia ella, le pregunta
qué tal en el cole, qué es lo que has aprendido hoy, ¿te han leído cuentos? La
niña empieza a contarle y él se muere de gusto con lo que escucha de boca de su
prima, que ya está aprendiendo a leer y a escribir.
La
niña abre uno de los cuadernos y el pequeño queda fascinado con todas esas letras
llenas de tinta azul. ¿Observan cómo acerca su mano para tocarlas? Pero la
prima se adelanta a los deseos del pequeño y cierra de golpe el cuaderno. Que
se entere que le han prohibido enseñarlo, que nadie más –sólo, sólo ella –puede
tocarlo.
El
niño le pide cariñosamente que le deje señalar
las letras con el dedo, sin tocarlas, y preguntar al mismo tiempo qué
significan. La niña le deja, le responde diciéndole el significado, pero el
niño nota que lo dice con titubeos y le grita: ¡No lo sabes! ¡Eres una mala
alumna!
Al
día siguiente se repite la misma historia. Le pide que le deje los cuadernos.
Que pueda ver lo que hay escrito.
Ella
los saca y los contempla sin que el niño pueda ver las letras: ¡Eres demasiado
pequeño! ¡Eres demasiado pequeño! ¡Aún no sabes leer!
Sale
disparada hacia un muro y ahí los deja, fuera del alcance del niño, que aunque
salta y salta no consigue llegar.
El
niño furioso va al patio de la cocina, agarra con sus manos bien fuerte el
hacha de cortar la leña. Regresa donde está ella: ¡Agora vo matar a Laurica! ¡Agora vo a matar a Laurica! Y ella sale
corriendo dando gritos, chillando como una loca.
El
abuelo va corriendo hacia el niño para detenerle. Le quita el hacha de las
manos y le regaña.
El
abuelo y otras personas deliberan qué castigo merece el niño.
Subamos
otra vez a la habitación. Sigue mirando el papel de la pared. Entra su
madre y él la abraza, apretándola fuerte con sus manos: Pronto aprenderás a leer y escribir. No tienes que esperar a ir a la
escuela. Puedes aprender ahora mismo, le consuela ella.
(…)
Y nuestro último viaje nos exige viajar a otro continente, quizá por
unas calles que podríamos llamar de Las Pequeñas Tristezas (como le gustará llamarlas
a nuestro protagonista cuando se haga mayor). Estamos en el año 1902, en Nueva
York. Él tiene ahora once años. Baja corriendo las escaleras de su casa,
para llegar al saloncito de la primera planta. Se encuentra una bicicleta y
unos cinco libros. Es el día de Reyes. Con una mano toca el sillín de la bici,
pero a los pocos segundos se va directamente a por los libros. Lleva una bata
puesta, tiene frío, pero coge uno y se sienta tiritando en el suelo. Lo abre.
Ahora
está junto a su primo de la misma edad, jugando en un parque. Una pandilla se
acerca a ellos y empieza a gritarles: ¡sois unos maricas! ¡sois unos maricas!
El primo coge una piedra y la lanza al vientre de uno; él también decide coger otra
piedra y lanzarla contra el mismo niño. Accidentalmente le da en la cabeza. Cae
muerto, y sus amigos se agachan rodeándole. A lo lejos se oye la sirena de un
coche policía. Los primos salen corriendo, perseguidos por dos de la pandilla,
pero consiguen escapar, han sido más rápidos. Están agotados del esfuerzo.
Si
nos acercamos a casa de su tía, veremos cómo ésta les está preparando a los dos
sus rebanadas de pan de centeno, con mantequilla fresca y un poquito de azúcar.
Las devoran mientras escuchan a la mujer, con una sonrisa angelical.
Despidámonos
de él donde le dejamos, en la salita, con su bata, y sus manos sosteniendo el
libro que tenía abierto.
Despidámonos
de este viaje en el tiempo y volvamos al 2013.
(...)
Todas
estas manos, las que empujan al niño del triciclo y cogen el cetro; las que
sostienen con fuerza el hacha contra una niña, señalan unas palabras y abrazan a una madre; así como las que lanzan
una piedra y sostienen un libro,
pertenecen respectivamente a Salvador Dalí, Elias Canetti y Henry
Miller. Unas manos de niños que sirvieron más tarde para crear unas obras
ejemplares. He adaptado a mi antojo estos fragmentos de vida que
he encontrado en sus autobiografías porque me parecieron bastante reveladores,
y me pareció que se podían poner en
relación unos con otros a través de esas manos.
El
primero lo hallé en Vida secreta de
Salvador Dalí un libro que considero una genialidad. Me lo dejaron y al
final lo he comprado, demasiada tentación. Voy por la página 115
y son 430, así que quizá en otra ocasión le dedique otra entrada.
El
de Elias Canetti (premio Nobel de Literatura en 1981) pertenece al primer
volumen de su autobiografía formada por
los libros, La lengua salvada, La antorcha al oído y Juego de ojos. He leído los dos primeros, y de vez en cuando
me gusta releer sus páginas. Empecé en 2009 y espero en breve leer la parte que
me falta.
Y
el de Henry Miller pertenece a su Trópico
de Capricornio. Henry Miller aparece
en todo lo que escribe, incluso cuando escribe sobre otros, así que creo que
podríamos considerar todos sus libros autobiográficos. Me parece curioso –lo
contó en una entrevista –que padeciera fagomanía, porque cuando le leemos nos
da la sensación de ser un hombre con un hambre descomunal de/por todo. Si nunca
han leído nada de él recomendaría antes que los Trópicos (Trópico de Cáncer,
Trópico de Capricornio) empezar por El coloso de Marusi y sus Cartas a Anaïs Nin o Cartas Durrell-Miller. 1935-1980. ¿Y por
qué no recomendar el Trópico de
Capricornio que lo he leído tres veces? Pues porque Miller creo que es un
caso raro, perteneciente a esa especie que en su autobiografía se pinta peor de
lo que es. Así lo dijeron sus amigos más cercanos, como Lawrence Durrell: Debe admitirse, sin embargo, que Miller disfrutaba
bastante dando una imagen de sí mismo que sugiere algo entre un fullero, un
cow-boy y un payaso; es en realidad su propio fallo si el crítico se atemoriza
ante la imagen que presenta de un malhechor despiadado, antisocial e inmoral.
Esta vena fáustica en Miller es, sin embargo, una fuente de considerable
diversión para sus amigos, que saben que es el más amable, considerado y
honorable de los hombres. Ciertamente su generosidad fundamental y su bien
corazón le confieren unos rasgos muy poco adecuados para interpretar a
Mefistófeles. (Fragmento perteneciente al libro Tres calas en la novela norteamericana del siglo XX, de Bernd
Dietz).
Igual
en sus cartas y en El coloso de Marusi vemos
otro Miller que nos prepara para el de los Trópicos… Si es que se necesita
preparación.
Bon
apettit
Patricia
L.D.
Salvador Dalí (1904-1989)
Elias Canetti (1905-1994)
Henry Miller (1891-1980)