Irene Vallejo Moreu, escritora española nacida en Zaragoza en 1959, es doctora Filología Clásica por las universidades de Zaragoza y Florencia. Investigadora vocacional de los autores y el mundo clásico, colabora con medios escritos como el Heraldo de Aragón; podemos encontrar recopilatorios de los artículos publicados en «El pasado que te espera» y «Alguien habló de nosotros». Entre sus novelas tenemos «La luz sepultada» y «El silbido del arquero», habiendo cultivado asimismo literatura infantil y juvenil. El libro que comentamos hoy, «El infinito en un junco» fue publicado en 2019 y, como su subtitulo apostilla, recrea la invención de los libros en el mundo antiguo. Obtuvo varios premios entre ellos el Premio el Ojo Crítico de Narrativa 2019.
…un sabio anónimo, asiduo de tabernas hasta el amanecer, amigo de los navegantes forasteros en un lugar bañado por el mar, que se atrevió a forjar las palabras del futuro dando forma a todas nuestras letras. Y nosotros seguimos escribiendo, en esencia, de la misma manera que imaginó el creador de este instrumento prodigioso.
Desde que se inventara la escritura hace ya unos seis mil años, la humanidad ha buscado un medio en el que plasmar para la posteridad las palabras habladas. Se han utilizado muchos tipos de soporte —arcilla, papiro, piedra, metal, pergamino, papel…— en lo que ha devenido en el concepto libro, un «fascinante artefacto» que asienta las palabras y las permite viajar en el tiempo y en el espacio. Una recreación de los devenires de los libros en el mundo antiguo, de sus avatares y de cómo han llegado hasta nuestros días conservados en bibliotecas, monasterios o casas particulares. También de sus sufrimientos, persecuciones, destrozos por el fuego y los animales. Grandes escritores y filósofos de la antigüedad engarzados en sus historias y con acertadas comparativas con el mundo actual, en el que los ceros y unos y su representación en pantallas permite su difusión instantánea a lo largo y ancho del mundo. Pero para llegar a esto, una sucesión cuasi infinita de personas ha intervenido a lo largo de la historia en fijar la palabra, conservarla y transmitirla: un invento de esos que llevan siglos entre nosotros con muy pocas variaciones en su concepto base: juntar palabras para lanzar un mensaje.
Además, desarrollar un espíritu crítico es más sencillo para quien tiene un libro entre las manos —y puede interrumpir la lectura, releer y pararse a pensar—
Cualquier letraherido, y sin llegar a tanto, cualquier lector disfrutará enormemente con este ensayo, deseando que no se termine nunca. El concepto «libro» tiene una historia y aquí está contada de forma profusa por una autora que destila entusiasmo y plasma sus vastos conocimientos sobre el particular de una forma amena y atractiva. Una glosa a este «invento» que lleva cerca de cuatro mil años entre nosotros, que nos brinda compañía, que nos transmite conocimientos y que estimula nuestra imaginación para viajar a lugares recónditos. Un fiel compañero que nos acompañan siempre y a los que podemos, y debemos, recurrir en nuestras vidas… por nuestro propio bien. Como digo, cualquier lector se deleitará página a página con estas historias y, encantado ante la magia que destilan sus páginas, se sumará en silencio a este homenaje bien merecido. De paso, se llevará de propina una buena retahíla de autores y libros referenciados en las propias páginas que se convertirá en abrumadora si se asoma a la bibliografía final. Solo pensar en las facilidades que como lectores tenemos hoy en día en comparación con nuestros antepasados da vértigo: desde un teléfono móvil podemos comprar un libro y empezarlo a leer con solo disponer de una conexión a internet. Me viene a la memoria una frase del escritor mexicano Jorge Volpi aplicable al libro de hoy en día: «La posibilidad de que cualquier persona pueda leer cualquier libro en cualquier momento y lugar resulta tan vertiginosa que aún no aquilatamos su verdadero significado cultural».
En épocas tiránicas, las librerías suelen ser lugares de acceso a lo prohibido y, por tanto, despiertan sospechas. En épocas de fobia al influjo extranjero, son puertos en tierra firme, pasos fronterizos difíciles de vigilar. Las palabras forasteras, las palabras repudiadas o incómodas encuentran allí su escondrijo. Mi madre todavía guarda el recuerdo intacto de las trastiendas de ciertas librerías durante la dictadura, el ritual de entrada, el miedo y la alegría rebelde e infantil de ser admitida en el escondite, y, por fin, tocar la mercancía peligrosa: libros exiliados, ensayos revoltosos, novelas rusas, literatura experimental, títulos que los censores habían calificado como obscenos. Comprabas un libro y además la necesidad de ocultarlo siempre; comprabas sigilo y peligro; pagabas por ser bautizado como proscrito.
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