Solo, de August Strindberg.
El Cobre Ediciones.
Edición y posfacio de Alejandro García Schnetzer.
Traducción de Graciela Arancibia.
136 páginas. 12 Euros.
Ya abrí Solo
de Strindberg. Ya lo abrí y lo leí. Lejos queda la lectura de su Inferno, no su recuerdo. Solo también es una obra autobiográfica,
pero a diferencia de Inferno, mucho
más pausada: nos encontramos a un Strindberg menos agitado. Un Strindberg que
pasea (sí, en la búsqueda que he emprendido de seres paseantes, en Solo he encontrado a otro) al ritmo de
las estaciones del año: Después de
muchas demoras, finalmente llega la primavera, y qué fiesta es caminar bajo los
tilos esa primera mañana, cuando las hojas acaban de salir (…) Antes era
empujado por el frío y el viento; ahora puedo tomarme mi tiempo, caminar
lentamente e incluso sentarme en un banco (p.70) y también al ritmo marcado
por su soledad: Para vivir en soledad,
antes que nada debes llegar a un acuerdo contigo mismo y con tu pasado. Una
larga y ardua tarea, una completa educación en la conquista de uno mismo. Pero
no hay estudio más gratificante que el comenzar a conocerse, si tal cosa es
posible. (p.41)
Un
estudio al que le ha ayudado mucho la lectura de su querido Balzac, de todos y
cada uno de los volúmenes que forman La comedia
humana: hasta que los hube terminado
todos no me di cuenta de lo que había sucedido. Me había encontrado a mí mismo,
y pude hacer una síntesis de todas las antítesis hasta ahora no resueltas de mi
vida. Y al ver a la gente a través de sus binóculos había aprendido también a
contemplar la vida con los dos ojos, mientras que anteriormente lo había hecho
sólo con uno, como a través de un monóculo. (p.41)
Cómo le gusta observar a Strindberg y cómo me gusta leer sus
observaciones acerca de las personas con las que se cruza, esas personas a las
que busca para escabullirse, aunque sea durante unas horas, de su soledad. Cómo
observa con atención minuciosa su nueva casa, su cama, el escritorio, el
balcón, las vistas a su alrededor. En la última entrada que escribí en este
blog recreé el momento en el que el premio Nobel, Elias Canetti, cogía siendo
niño un hacha y perseguía a su prima Laurica con la intención de matarla. A
Strindberg también le causó una gran impresión el ver desde su ventana –gracias
a un telescopio –a una niña de diez años con un hacha en sus manos: ¿Un hacha en la mano de una niña? Ahora,
¿cómo podían armonizar esas dos cosas? Algún secreto se me escapaba: algo
siniestro, desagradable. (p.75). Si
para Strindberg es lo más natural del mundo comprender que si vemos a un niño
cerca de unas piedras y un río, al final el niño terminará cogiendo esas
piedras para lanzarlas al agua, lo del hacha le desconcierta. Y es que mucho
antes que Hitchcock, Strindberg sabía que el suspense está a la vuelta de la
esquina, o como muy bien nos mostró el maestro del suspense en La ventana indiscreta, al otro lado de la
ventana.
A Strindberg
no sólo le vemos mirar desde su ventana, también en sus paseos contempla esas
casas en las que han dejado las persianas bien arriba, observando, el cotilla, el
interior de una habitación en el que varias personas están reunidas: Nunca había visto el aburrimiento, el
hastío, el cansancio de la vida tan resumidos como en esa habitación. (p.63-64)
Me
encantan estos libros en los que la vida va transcurriendo a golpe de
observaciones, de paseos, al ritmo de las estaciones. Leer Solo de Strindberg es dejar a un lado el ruido, la rapidez con la
que parece ir todo. Alejandro García Schnetzer nos cuenta que Nietzsche
consideró a Strindberg un
<<hermano espiritual>> (p.124); también que Zola quedó muy
impresionado con la lectura de la obra de Strindberg El padre y le escribió una carta: su trabajo es una de las raras obras dramáticas que me han conmovido
profundamente. (p.124) Y Thomas Mann lo consideraba un visionario: <<el primero en todo>>. (p.126).
Elias Canetti recordaba en La lengua salvada cómo Strindberg se convirtió en el autor predilecto
de su madre: durante el tiempo que
vivimos en Viena siempre se le saltaban las lágrimas al mencionar a Strindberg,
y solo en Zúrich llegó a acostumbrarse tanto a él y a sus libros que podía
pronunciar su nombre sin excesiva agitación.
Nietzsche, Zola, Thomas Mann, la madre de Canetti disfrutaban leyendo
a Strindberg. Y Strindberg disfrutaba leyendo a Balzac, a Goethe, del que
obtiene gran deleite por su percepción
alegre. Más allá de las crisis matrimoniales, de la manía persecutoria que
padeció, me gusta verle en Solo por
todo lo que he dicho, tan plácido, divagando acerca del escritor del Fausto y sobre Schiller, ese poeta del
que alguien me dijo que le parecía muy guapo: como si el poeta fuera una
estrella del cine que al salir de los rodajes le diese por estudiar a
Shakespeare, Kant y Voltaire.
Cuántos
nombres en esta entrada, cuántas ganas de seguir leyendo, y a la vez, que
sensación ahora, al mencionar los nombres de Kant, Schiller, Strindberg, de Universo
tan lejano del nuestro, como si todo fuera un cuento que pasó hace mucho
tiempo…
Pero necesito que me lo sigan contando.
Patricia
L.D.
August
Strindberg (Estocolmo, 1849-1912)
fue maestro de escuela, actor, telegrafista, bibliotecario, pintor, alquimista
y escritor de fama. Su dilatada producción suele dividirse en dos periodos: uno
naturalista, que supo elogiar Zola, y otro expresionista, que admiró Nietzsche.
El padre (1887), La señorita Julia (1888), Danza
macabra (1900) y Espectros (1908)
figuran entre sus dramas más aplaudidos por el público y por la crítica, que lo
consideró el padre del teatro moderno. Su obra narrativa incluyó novelas,
poemas, sátiras, ensayos y narraciones breves. El hijo de la sierva (1886), La
plañidera de un loco (1888), Inferno
(1897) y Solo (1903) fueron la cima
de sus trabajos autobiográficos.
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