miércoles, 7 de febrero de 2018

Tiempo de silencio, de Luis Martín-Santos

Luis Martín-Santos Ribera nació en 1924 el protectorado de Larache, Marruecos, donde estaba destinado su padre como médico militar, que cinco años después fue trasladado a San Sebastián. Estudió la carrera de medicina en la universidad de Salamanca y en 1947 se doctoró en Madrid. Especializado en psiquiatría y tras realizar estudios en Alemania, en 1951 ganó la plaza de director del sanatorio psiquiátrico de San Sebastián. Con ideas políticas arraigadas desde su época de estudiante y no muy adecuadas para la época, militó de forma clandestina en el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) llegando a ser detenido en algunas ocasiones. Escritor por afición, frecuentó círculos de escritores en Madrid como el Café Gijón donde coincidió con autores como Ignacio Aldecoa, Rafael Sánchez Ferlosio y Juan Benet. Su novela «Tiempo de silencio», publicada con algún recorte por la censura en 1962, dos años antes de su muerte, es considerada como una obra fundamental en la literatura del siglo XX español por su radical ruptura con el realismo imperante. En 1964, cuando contaba con 40 años, un accidente de automóvil en Vitoria truncó su vida. Algunas obras suyas inconclusas, como «Tiempo de destrucción» fueron publicadas después de su muerte.
 
Tras finalizar su lectura, casi no soy capaz de decir de qué trata la historia, por otro lado muy simple pero escondida entre tanto barroquismo. Pedro es un médico joven recién licenciado, que vive en Madrid en una pensión y no ejerce como tal porque se dedica a la investigación sobre el cáncer, con muy pocos medios. Contacta a través de un amigo con el «Muecas», personaje del inframundo madrileño que ha conseguido criar en su chabola con medios artesanales ratones de laboratorio llegados de Estados Unidos y que sirven a Pedro para sus investigaciones. El Muecas acude a él en su condición de médico para que asista en la chabola a su hija mayor, Florita, a la que el mismo ha practicado un aborto. Pedro, que no ejerce la medicina, se aviene a ayudarle pero la chica muere, con lo que Pedro entra en shock y se esconde, siendo buscado por la policía que lo detiene y lo mete preso. Al final consigue la libertad por la declaración de la mujer del Muecas que explica que la chica ya estaba muerta cuando llegó Pedro a la chabola.

Si este libro no hubiera sido el elegido en uno de los clubes de lectura en los que participo, no creo que hubiera llegado al final. Tras su lectura, he indagado en la red con gran sorpresa al aparecer como uno de los libros clave de la literatura española del siglo XX y que en algunas épocas era lectura obligada para alumnos de COU o de primeros años de la carretera de magisterio… ¡Quién lo hubiera dicho! A lo mejor es que mis capacidades como lector son muy limitadas, pero a lo largo de sus ochenta y nueve mil vocablos —lo he leído en su versión digital—he estado despistado en todo momento, sin saber de qué se estaba tratando o que me quería comunicar el autor. Historias vagas, inconexas, repetitivas, con unas florituras barrocas y palabras desconocidas que hacen muy difícil al lector —siendo yo el lector— seguir avanzando en la lectura. Rompe completamente con los moldes de la época y aunque se trata de una novela realista por muchos de sus pasajes, algunos verdaderamente sórdidos, los aspectos narrativos llaman la atención por lo complejo y rebuscado, por su alto contenido intelectual y por su estética rompedora.

En la reunión del club de lectura me avisaron que hay una edición especial de Alfonso Rey plagada de explicaciones que le hacen inteligible y comprensible, siempre que se tenga el aguante de leer en algunas páginas más líneas de aclaraciones que del propio texto. Aquellos que tengan el atrevimiento de leerla después de este comentario seguramente disfrutarán de ella pero no sin un gran esfuerzo por su parte, con una lectura reposada, con varias relecturas y con un diccionario al lado. Quizá con el tiempo me haga con la versión aludida de Alfonso Rey y me adentre de nuevo en sus vericuetos, pero será a buen seguro después de dejar pasar un tiempo, un largo tiempo. 

Esta novela fue llevada al cine por el director español Vicente Aranda en 1986, protagonizada por Imanol Arias y Victoria Abril.

En el párrafo final, y porque el autor manifiesta ir viajando en tren hacia el norte, esto es lo que puede leerse, saque cada cual sus conclusiones 

El sol sigue tan tranquilo entrando en el departamento y allí se dibuja el Monasterio. Tiene todas sus cinco torres apuntando para arriba y ahí se las den todas. No se mueve. Tiene las piedras alumbradas por el sol o aplastadas por la nieve y ahí se las den todas. Está ahí aplastadito, achaparradete, imitando a la parrilla que dicen, donde se hizo vivisección a ese sanlorenzo de nuestros pecados, a ese sanlorenzaccio que sabes, a ese sanlorenzón, a ése que soy yo, a ese lorenzo, lorenzo que me des la vuelta que ya estoy tostado por este lado, como las sardinas, lorenzo, como sardinitas pobres, humildes, ya me he tostado, el sol tuesta, va tostando, va amojamando, sanlorenzo era un macho, no gritaba, no gritaba, estaba en silencio mientras lo tostaban torquemadas paganos, estaba en silencio y sólo dijo ―la historia sólo recuerda que dijo― dame la vuelta que por este lado ya estoy tostado... y el verdugo le dio la vuelta por una simple cuestión de simetría.

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