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martes, 17 de febrero de 2015

Juan Belmonte, matador de toros, de Manuel Chaves Nogales

Nos remitimos a esta reseña realizada hace unos días, en enero de 2015, sobre este escritor para conocer antecedentes de su vida y su obra.

Este libro, antes de ser tal y como ha ocurrido con otros muchos, fue inicialmente publicado por entregas entre junio y diciembre del 35, poco antes de que Belmonte se retirara de las plazas. El propio torero nos relata en primera persona sus andanzas infantiles en los barrios sevillanos de Triana y Macarena, sus escapadas adolescentes nocturnas a tentar toros en las fincas cercanas, sus sueños y su desfile por unas plazas y otras, en España y América, hasta llegar a convertirse en una figura indiscutible del toreo. Y no solo relata cuestiones relativas al mundillo taurino, sino sus propias y personales apreciaciones sobre la vida, la familia, los círculos de amigos, el mundo empresarial, sus antagonismos con otras figuras de la época y sus altibajos en las ganas de ponerse frente a los pitones de un toro.

El libro consta de 98.767 vocablos, 376 páginas en edición impresa, que se leen en un santiamén. Incluso aunque no se sea aficionado al mundo del toro, esta biografía novelada aparece en varios sitios como una de las mejores piezas que se han escrito sobre este género. Con un nivel de narración admirable, rayando en lo sublime, el autor no sólo nos está contando la vida y milagros del maestro Belmonte, sino que retrata fielmente la época de la vida de España en la que tienen lugar los hechos. No se trata solo de una colección de anécdotas y chascarrillos, que también, sino de una secuencia muy bien andamiada que constituye un testimonio con mayúsculas, un reflejo vital de aquellas primeras décadas del siglo XX en España.

He quedado embelesado con su prosa y su cadencia hasta calificar este libro como uno de aquellos que no quieres que se termine nunca. Se trata del segundo libro que leo de este autor y me atrevería por la distancia desde que fue escrito en calificarlo de legendario. Y me temo que me ha picado el gusanillo y no pararé hasta habérmelos leído todos. Quiero más de Manuel Chaves Nogales y pongo en mi punto de mira su «El maestro Juan Martínez que estaba allí» como siguiente a devorar en cuanto en lo eche al coleto.

Algunos textos entresacados…

No conseguíamos jamás dar un solo pase a aquella bestia sabia, que nos tenía el cuerpo acardenalado. Aquello no era torear. Era la lucha desigual y suicida de nuestra audacia y nuestro espíritu de sacrificio contra la fuerza bruta aliada a los peores instintos.

Con cuatro o cinco arrancadas el toro sembró el pánico en la pandilla y se quedó solo en el centro de la plazoleta, con la cabeza en las nubes y corneando a la Luna. Los torerillos atrincherados en los burladeros apenas se atrevían a llamarle la atención.

Medio adormilado, con la visera de la gorra echada sobre los ojos, canturreaba por lo bajo en aquel rinconcito del patio, ajeno a todo lo que no fuese mi anhelo de meterme en el cuarto y dejarme caer en aquella cama blandita, que tenía un embozo blanco como una sonrisa y se vestía con una sugestiva colcha rameada.

Sevilla estaba llena de mí.

Pero aquí en Nueva York, donde un hombre no es nadie y una calle es un número, ¿cómo se puede vivir? 

El miedo del torero El día que se torea crece más la barba. Es el miedo. Sencillamente, el miedo. Durante las horas anteriores a la corrida se pasa tanto miedo, que todo el organismo está conmovido por una vibración intensísima, capaz de activar las funciones fisiológicas, hasta el punto de provocar esta anomalía que no sé si los médicos aceptarán, pero que todos los toreros han podido comprobar de manera terminante: los días de toros la barba crece más aprisa.

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