Andrés Barba Muñiz nació en Madrid en 1975. Hijo de un profesor de literatura, es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid, habiendo dado clases en esta universidad y en el Bowdoin College de Estados Unidos donde ha residido un tiempo, así como en Italia buscando otras perspectivas de vida. Se ha prodigado como novelista, ensayista, traductor, guionista e incluso fotógrafo. Se dio a conocer en 2001 al quedar finalista del premio Herralde con su novela «La hermana de Katia», premio que finalmente obtuvo en 2017 con la novela que comentamos hoy, «República luminosa», en 2017. Su obra ha sido traducida a varios idiomas y son reseñables sus trabajos como traductor de inglés y español para varias editoriales. No se acerca a las redes sociales ni mantiene página web porque, en sus propias palabras, «me da cierta vergüenza y por indolencia, también. Internet te gasta mucha energía, sobre todo estar pendiente de lo que se dice de ti. Si estuviera en eso no tendría tiempo para escribir».
En 1993 llega a San Cristóbal un funcionario del área de asuntos sociales con su mujer y su hija de nueve años. San Cristóbal es una ciudad tropical acorralada entre un río y la selva. En la ciudad malvive un grupo de niños entre 9 y 13 años abandonados o sin familia, que subsisten a base de pequeñas fechorías y de la caridad pública. Los niños tienen sus propios códigos para relacionarse, sus propias jerarquías y hasta un extraño lenguaje no inteligible salvo por una adolescente de clase media, Teresa Ontaño, que escribe un diario con algunas anotaciones sobre la peculiar forma de entenderse entre los chicos. Un día acometen un asalto a un supermercado que acaba de forma violenta provocando muertes por acuchillamiento. Son niños, pero también algunos se han convertido en asesinos. El grupo de niños huye a la selva y son ya un problema para la comunidad que trata de localizarlos para detenerlos como vulgares delincuentes, a la vez que familias normales empiezan a sentir que sus propios hijos empatizan con ellos e incluso se quieren unir al grupo. No los localizan en la selva salvo a uno de ellos, pero con el paso del tiempo acometen su búsqueda en otro lugar de la ciudad donde acaban descubriendo una especie de república luminosa que da pie al título del libro. El funcionario relata en la novela estos hechos 20 años después de que ocurrieran, valorando algunos de sus recuerdos desde la perspectiva que da el paso del tiempo.
La desaparición en la selva de los niños de San Cristóbal fue una de esas cosas, y lo primero que provocó aquella imagen absurda fue dejarnos a solas con nuestra ensoñación. Algo nos había golpeado y luego había desaparecido. A la semana siguiente no solo dudábamos de nuestros sentidos, sino de la misma realidad. Pensábamos que en cualquier momento se abrirían las hojas de un arbusto y veríamos de nuevo sus rostros infantiles y que cuando aquello sucediese todo volvería a la normalidad. Pero los niños no aparecían, las batidas de la policía regresaban a diario ocultando su frustración, y cada vez que mirábamos hacia la selva nos parecía que aquella masa se había vuelto en nuestra contra para defender a los niños.
Trepidante relato, muy recomendable, que en poca extensión ─192 páginas o 43.000 vocablos─ puede resquebrajar los cimientos del lector en sus planteamientos en relación con la infancia: niños violentos, con capacidad de organizarse, con códigos especiales y con capacidad para asesinar, que pueden poner en jaque a toda una comunidad de adultos. El realismo que transmite la novela conmocionará al lector en función de su sensibilidad induciendo una angustia hasta ver su resolución, pero tras la lectura ─sencilla, afable y fluida─ quedaran indudables dudas sobre este asunto que está teniendo lugar en la actualidad en algunas grandes poblaciones de Suramérica.
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