Antonio Muñoz Molina es autor jaenés nacido en 1956 que realizó estudios de periodismo e historia del arte y que debutó con una recopilación de sus artículos periodísticos en 1984 con «El Robinsón». En 1986 lanza su primera novela. «Beatus ille» en la que emerge la ciudad imaginaria de Mágina, que luego utilizará en algunas de sus posteriores publicaciones, algunas de las cuales como «El invierno en Lisboa» en 1987 recibió el Premio de la Crítica así como el de Narrativa, que volvió a recibir en 1991 con «El jinete polaco». Muchas de sus obras se mueven en la historia de España y en la ciudad de Madrid. Es en la actualidad académico de número de la Real Academia Española en el sillón «u» y el pasado año de 2013 obtuvo el Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Tiene otros numerosos premios nacionales e internacionales y está casado con la también escritora Elvira Lindo, vive a caballo entre Madrid y Nueva York y ha sido director del instituto Cervantes.
En este ensayo aparecido en 2013, el autor desgrana episodios de su propia vida o hechos conocidos por él en la reciente historia de España para trasladarnos sus profundas reflexiones acerca de los sucesos en el sentido de aprender de ellos para explicar por qué nos encontramos ahora en la situación en la que nos encontramos en numerosos aspectos de la vida y la convivencia nacionales. Todo el que lo lea y no le deje un relativamente mal cuerpo debería revisar sus planteamientos acerca de su vida y su futuro. La residencia por grandes etapas de su vida en el extranjero confiere al autor una perspectiva de ver su patria desde fuera y desde los ojos de ciudadanos de otros países, norteamericanos por ejemplo, que han visto y percibido también el deterioro que hemos ido acumulando estos últimos años, en los que la dejadez, la corrupción, la mediocridad y otra serie de virtudes no precisamente positivas son la comidilla diaria.
Recomendado por un amigo, César, me arrepiento de no haberlo leído mucho antes. Un libro imprescindible si tenemos una mínima preocupación o nos interesa reflexionar acerca de todo lo que ha ocurrido en estos años en el mundo de la política, la economía o la iglesia españolas, entre otras. Se devora en un santiamén, con una prosa escogida, cercana y entendible, lejos de alharacas, en sus sesenta y siete mil vocablos alojados en sus doscientas sesenta y cinco páginas. Según reza en su propia contraportada… «Un ensayo directo y apasionado, una reflexión narrativa y testimonial, al más puro estilo de los ensayos de George Orwell o de Virginia Woolf. Una propuesta de acción concreta y entusiasta para avanzar desde el actual deterioro económico, político y social hacia la realidad que queremos construir. Partiendo tanto de documentos periodísticos como de la tradición literaria, Antonio Muñoz Molina escribe esgrimiendo razón y respeto, sin eludir verdades por amargas que estas sean, porque saber es el único camino para cambiar las cosas. 'Hace falta una serena rebelión cívica. Hay cosas inaplazables. Una invitación a un debate»
Me gusta en estas reseñas trasladar alagunas frases escogidas con la intención, sana, de incitar a su lectura, pero en esta ocasión son tantas y de tanto calado que habría que poner el libro completo. Me resisto a quitar las elegidas, que son muchas, aunque siempre está la posibilidad de no leerlas, cada cual es libre. Aquí están estas perlas, las negritas son mías.
Ahora el porvenir de dentro de unos días o semanas es una incógnita llena de amenazas y el pasado es un lujo que ya no podemos permitirnos.
Todo lo que era sólido se desvanece en el aire. Lo que recordamos es como si no hubiera existido. Lo que ahora nos parece retrospectivamente tan claro era invisible mientras sucedía.
Desde mediados de los años ochenta una palabra ha servido para designar metafóricamente ese prodigio: el pelotazo.
Éramos muy jóvenes y el tiempo pasaba entonces para nosotros mucho más despacio: ahora nos sorprende comprobar lo rápido que sucedió todo, los pocos años que bastaron para que muchos de aquellos aficionados se convirtieran en profesionales, se multiplicaran y enquistaran en una clase política, apoderándose de aquella misma administración a la que poco antes habían llegado como intrusos. Al mismo tiempo que la política se volvía una profesión de por vida y con frecuencia bastante lucrativa muchos de los que la habían ejercido en el tránsito de la clandestinidad a la democracia se alejaron de ella o fueron apartados contra su voluntad, o fueron sufriendo un acoso lento que los reducía a la irrelevancia.
…que no viva desde hace muchos años del dinero público. Algunos veteranos de los que tenían veintitantos años a finales de los setenta siguen ganando elecciones, o han llegado a la edad de jubilación presidiendo con aposturas patricias empresas públicas o privatizadas en las que cobran sueldos de plutócratas, cajas de ahorros a las que han llevado impávidamente a la ruina.
…han convertido en privilegio hereditario lo que empezó tan improvisadamente en los años primeros de la Transición, que no han respirado otro aire ni estudiado otra carrera que la del medro político.
Lo que sin que nadie lo advirtiera o lo denunciara empezó a suceder hacia mediados de los años ochenta es que al mismo tiempo que las instituciones públicas empezaban a disponer de mucho dinero desaparecían los controles efectivos de legalidad de las decisiones políticas.
Cambiaron las leyes no para hacerlas mejores sino para asegurarse de que podrían actuar al margen de ellas.
Es triste que en un país la idea de la fiesta incluya con tanta regularidad la ocupación vandálica de los espacios comunes, el ruido intolerable, las toneladas de basura, el maltrato a los animales, el desprecio agresivo por quienes no participan en el jolgorio: mucho más triste es que la autoridad democrática haya organizado y financiado esa barbarie, la haya vuelto respetable, incluso haya alentado la intolerancia hacia cualquier actitud crítica.
No tengo nada contra el nacionalismo, igual que no tengo nada contra la religión, o contra el creacionismo. Allá cada cual con sus creencias. Tan sólo prefiero que las leyes me protejan para que los partidarios de cada una de ellas no tengan la potestad de imponérmelas.
Poniendo o quitando anuncios de sus innumerables campañas un gobierno autónomo o un ayuntamiento han podido hundir o salvar un periódico local durante todos estos años. A medida que los cargos públicos se iban hinchando como sátrapas, cada uno a la escala de su zona de dominio, los informadores se encogían para adaptarse nerviosamente o ávidamente a su nueva tarea de cortesanos. La corrupción, la incompetencia, la destrucción especulativa de las ciudades y de los paisajes naturales, la multiplicación alucinante de obras públicas sin sentido, el tinglado de todo lo que parecía firme y próspero y ahora se hunde delante de nuestros ojos: para que todo eso fuera posible hizo falta que se juntaran la quiebra de la legalidad, la ambición de control político y la codicia —pero también la suspensión del espíritu crítico inducida por el atontamiento de las complacencias colectivas, el hábito perezoso de dar siempre la razón a los que se presentan como valedores y redentores de lo nuestro—. La niebla de lo legendario y de lo autóctono ha servido de envoltorio perfecto para el abuso y de garantía de la impunidad.
Despilfarradores y ladrones vuelven a ser aclamados y elegidos por la misma ciudadanía a la que llevan decenios estafando.
Mientras los concejales de Cultura costeaban danzas folclóricas y fiestas bárbaras para el jolgorio de borrachos, los de urbanismo recalificaban terrenos y escondían debajo del colchón los fajos de billetes de quinientos euros con que los constructores afines les pagaban los favores.
La mayor parte de los que tenían conocimientos y sabían hacer cosas se marcharon hace mucho tiempo de la política o fueron expulsados de ella. Han quedado y han ascendido los que no teniendo otra forma de prosperar en la vida se han limitado a una obstinada militancia, a una ilimitada disposición de obediencia, en el mejor de los casos, y de corrupción en el peor.
En ningún otro campo profesional se puede llegar más lejos careciendo de cualquier cualificación, conocimiento o habilidad verificable. Se puede dirigir un hospital y hasta ser ministro de sanidad sin tener la menor noción de medicina, y ocupar un puesto de alto rango en la política internacional sin hablar ningún idioma extranjero.
En ningún otro país que yo conozca está tan extendida la profesión de opinador, en voz alta o por escrito.
El resultado es que muchas personas que habrían debido hablar han callado y siguen callando, y que en España sea tan común decir una cosa en público y la contraria en privado, y actuar de una manera y opinar de otra.
Así de grande era la escala del expolio que se estaba cometiendo en nuestro país hace cinco años, pero yo sólo me doy plena cuenta ahora. Era un escándalo sonoro tan continuado que tal vez no costaba mucho dejar de oírlo.
…de cualquiera de esas ciudades y esos pueblos españoles en los que se construían millares de viviendas, polígonos industriales, campos de golf, aparcamientos, en los que los concejales y los alcaldes abrían cuentas en Andorra y conducían coches de lujo pagados por constructores que eran parientes o amigos suyos.
Cuando la barbarie triunfa no es gracias a la fuerza de los bárbaros sino a la capitulación de los civilizados.
Los países inventados por la clase política con su gran lujo de parlamentos, televisiones, empresas públicas, jefes de protocolo, caravanas de coches oficiales, enjambres de altos cargos y enchufados, mantienen los mismos fastos de siempre y sólo ahorran con decisión en aquello que es fundamental: en escuelas, en profesores, en asistencia sanitaria, en investigación científica.
Los que conocimos el mundo anterior tenemos la obligación de contar cómo era: no para que se nos admire o se nos compadezca por las escaseces que sufrimos, sino para que los que han venido después y lo han dado todo por supuesto sepan que no existió siempre, que costó mucho crearlo, que perderlo puede ser infinitamente más fácil que ganarlo. Y que si nos importa de verdad tenemos que comprometernos para defenderlo y mantenerlo.
Nada importó demasiado mientras había dinero. Nada importaba de verdad. Podíamos estar gobernados por incompetentes o por ladrones o por ignorantes o por gente que reunía las tres cualidades a la vez: por mal que lo hicieran la economía prosperaba empujada por el doble espejismo del dinero barato y de la burbuja inmobiliaria; por mucho que robaran y por muchos parásitos a los que les permitieran chupar de la administración había tanto dinero que seguía sobrando para casi todo.
Era un país, dicen, de gente pobre y bien educada, sumamente digna, con unas formas de cordialidad y cortesía que llamaban más la atención entre la gente humilde. Nos han visto volvernos ricos, gritones y groseros. Y han visto con qué indiferencia general se ha recibido la destrucción de los paisajes naturales y de los pueblos, con qué descuido se arrasaba o se abandonaba lo admirable para sustituirlo con lo lujoso y vulgar, se lobotomizaba una memoria visual y popular que era tal vez el mejor patrimonio que teníamos.
La clase política ha dedicado más de treinta años a exagerar diferencias y a ahondar heridas, y a inventarlas cuando no existían. Ahora necesitamos llegar a acuerdos que nos ahorren el desgaste de la confrontación inútil y nos permitan unir fuerzas en los empeños necesarios.
Nuestros actos hablan por nosotros de una forma mucho más verdadera que nuestras palabras. Las palabras son gratis, y su sonido no varía si se están usando para mentir o para decir la verdad.
Durante mucho tiempo pareció que no importaba nada y ahora importa todo, y todo lo que no hicimos y lo que dejamos de hacer y lo que hicimos mal ahora nos pasa su factura exorbitante. Pareció que no importaba ser mediocre o ser ignorante o venal para hacer carrera política, y ahora que necesitamos desesperadamente dirigentes políticos que estén a la altura de las circunstancias y que sean capaces de tomar decisiones y llegar a acuerdos nos encontramos gobernados por toscos segundones que no sirven más que para la menuda intriga partidista gracias a la cual ascendieron, todos ellos, mucho más arriba de lo que se correspondía con sus ...
Ha terminado el simulacro. Que la clase política española quiera seguir viviendo en él es una estafa que ya no podemos permitirles, que no podemos permitirnos. Tenemos un país a medias desarrollado y a medias devastado, sumido en el hábito de la discordia, cargado de deudas, con una administración hipertrofiada y politizada, sin el pulso cívico necesario para emprender grandes proyectos comunes.