Julio Llamazares es un escritor y periodista leonés, nacido en 1955 en el
ya desaparecido pueblo de Vegamián, que quedó inundado por las aguas del
embalse del Porma, hecho que sin duda ha influido en este libro. Aunque se
licenció en derecho, de siempre se sintió llamado por la literatura dedicándose
al periodismo escrito, radiofónico y televisivo. En su dilata trayectoria
literaria ha cultivado varios géneros, tales como narrativa, poesía, ensayo,
viajes, antologías o guiones cinematográficos, recibiendo numerosos premios. «La lluvia amarilla» fue publicado en
1988 y quedó finalista del premio nacional de literatura.
El relato es un monólogo de Andrés,
último habitante de un pueblo, Anielle, que se resiste a abandonarlo y sabe que
morirá allí. El propio autor, en el comienzo nos comunica que
Ainielle existe.
En el año 1970 quedó completamente abandonado, pero sus casas aún resisten, pudriéndose en silencio, en medio del olvido y de la nieve, en las montañas del Pirineo de Huesca que llaman Sobrepuerto. Todos los personajes de este libro, sin embargo, son pura fantasía de su autor, aunque (sin él saberlo) bien pudieran ser los verdaderos.
Las
duras condiciones de vida han hecho que sus habitantes, en cuentagotas, hayan
abandonado el pueblo en busca de mejores condiciones. Cuando comienza la
historia todavía vive su mujer, Sabina, que no resiste la soledad y se quita de
en medio aliándose con una viga y una soga en el viejo molino. Diez años
después, cuando Andrés va intuyendo su final, se deshace de su única compañía,
una perra que no tiene nombre porque no hacía falta, de un disparo de escopeta
con el último cartucho que le quedaba para evitar que quede abandonada. Cava entonces su propia tumba, para tener un sitio al lado de su familia cuando alguien le
encuentre pasado el tiempo. Lleva ya mucho tiempo «conviviendo» con los
muertos, entre ellos su madre, que le visitan en las cocinas de las casas a
diario, cuando llega la noche. Momentos muy difíciles se asoman a su
existencia, motivados por su aislamiento: nieves que cubren todo y duran más de
lo conveniente, picadura de una víbora y el que los vecinos de los pueblos
cercanos le ignoren y le nieguen hasta el contacto para charlar un rato. Un
mundo inhóspito que es el suyo, que se resiste a abandonar y que nos describe
en toda su crudeza y su realidad.
El
torrente de los 35.690 vocablos que conforman sus 143 páginas sobrecoge de
forma continuada al lector, sumiéndole en un mundo que se resiste a la muerte y
al olvido, pero que ya no existe aunque lo intente. Las descripciones son
precisas y cuidadas, muy cerca de la naturaleza, con un toque ciertamente
romántico a pesar del tema que por muchos momentos es realmente tétrico, sin
esperanza, condenado al olvido. Los lectores que no hayan visto en la vida real
un pueblo abandonado ya dispondrán de unas imágenes perfectas para describir
uno. En sus propias palabras… «Para mí la
literatura es un fin en sí mismo y, en ese sentido, soy un escritor romántico.
Los temas que abordo no los elijo yo, porque creo que el escritor no elige los
temas, sino que los temas le eligen a uno en función de su propia vida, de su
trayectoria personal, pues esos también son temas que entran dentro de la
órbita del romanticismo. Yo creo que el propio hecho de escribir es una actitud
romántica, es un acto de romanticismo.»
Realizando
un análisis de su vocabulario y una vez eliminadas preposiciones, conjunciones
y demás grafías auxiliares, las diez palabras más utilizadas son: casa (323
veces), noche (186), tiempo (130), Sabina (103), silencio (97), años (95), recuerdos
(94), perra (92), pueblo (83) y Ainielle (82). Como apuntó Javier Lee en el
Club de lectura en el que hemos tratado este libro, el autor ha sabido
construir un relato poético y medido, redondo en suma, alrededor de una decena
de palabras, algunas de las citadas y otras como amarillo (40), soledad (47),
muerte (74) o nieve (78). Entre otros apuntes de los asistentes se citó el
amarillo como un color tabú para el teatro, el significado de la lechuza blanca
como un mal presagio o anticipo de la muerte y se coincidió en que el léxico
utilizado por el autor es vivo, preciso y genuino, así como hacer mención a la
construcción sin recurrir a los diálogos. Un libro que algunas personas
calificaron como «para leer de día» por las connotaciones de relato de terror
que pudiera tener, aunque esto es un tema muy personal que no comparto en mi
caso.
Como
colofón, un muy agradable descubrimiento de este autor, que ha dejado un buen
poso con este relato corto, y al que habrá que asomarse de nuevo a no tardar
mucho. Otro de sus libros publicados, «El cielo de Madrid» está llamando
poderosamente mi atención…
Algunos
textos extraídos de sus páginas…
Otros
volvieron, ya en los años últimos, para comprar ganado y algunos muebles viejos
cuando la gente comenzó a dejar el pueblo y se deshacía sin demasiadas
exigencias, sin excesiva lástima ni ambición, de todo cuanto pudiera reportar
algún dinero con el que empezar una nueva vida.
El borbotón del río llenará sus corazones cuando
vadeen la corriente por la vieja pontona de maderos y tierra apelmazada.
Quizás, en ese instante, alguno piense en dar la vuelta y regresar sobre sus
pasos. Pero será ya tarde. El camino se pierde con el río tras las primeras
tapias y sus linternas habrán ya iluminado ese sórdido paisaje de paredes y
tejados reventados, de ventanas caídas, de portones y cuadros arrancados de sus
marcos, de edificios enteros arrodillados como reses en el suelo junto a otros
incólumes aún, desafiantes, que yo ahora todavía puedo ver a través de la
ventana. Y, entre tanto abandono y tanto olvido, como si de un verdadero
cementerio se tratara, muchos de los llegados conocerán por vez primera el
terrible poder de las ortigas cuando, adueñadas ya de las callejas y los
patios, comienzan a invadir y a profanar el corazón y la memoria de las casas.
Sabina estaba
allí, balanceándose, colgada como un saco entre la vieja maquinaria, con los
ojos inmensamente abiertos y el cuello quebrantado por la soga con la que, noches
antes, yo había colgado al jabalí en el portal de casa.
El tiempo
acaba siempre borrando las heridas. El tiempo es una lluvia paciente y amarilla
que apaga poco a poco los fuegos más violentos. Pero hay hogueras que arden
bajo la tierra, grietas de la memoria tan secas y profundas que ni siquiera el
diluvio de la muerte bastaría tal vez para borrarlas. Uno trata de
acostumbrarse a convivir con ellas, amontona silencios y óxido encima del
recuerdo y, cuando cree que ya todo lo ha olvidado, basta una simple carta, una
fotografía, para que salte en mil pedazos la lámina del hielo del olvido.
No me hizo
falta volver sobre mis pasos para saber que todas las cocinas estaban habitadas
por sus muertos.
Cuando la
vean —si pasa mucho tiempo, quizá llena de nuevo de ortigas y de agua—, más de
uno pensará que, como se decía, Andrés, de Casa Sosas, el último de Ainielle,
ciertamente estaba loco. ¿Quién, sino un loco o un condenado, sería capaz de
cavar su propia tumba instantes antes de morir o de ser ejecutado? Pero yo,
Andrés de Casa Sosas, el último de Ainielle, ni estoy loco ni me siento
condenado, salvo que sea estar loco haber permanecido fiel hasta la muerte a mi
memoria y a mi casa, salvo que pueda realmente considerarse una condena el
olvido en el que ellos mismos me han tenido. Si he cavado mi tumba, ha sido simplemente para evitar ser enterrado
lejos de mi mujer y de mi hija.