Stefan Zweig fue un escritor austriaco nacido en Viena en 1881. Inició su carrera literaria traduciendo a Charles Baudelaire y a E. Verhaeren. Por su ascendencia judía, huyó a Londres y vista le hegemonía que alcanzaba el nazismo en Europa se suicidó junto con su mujer durante un viaje a Brasil en 1942. Es autor de una ingente cantidad de obras de novela, historia novelada, teatro, biografías, ensayos y de temática muy variada. En este blog están ya reseñadas «Tres poetas de sus vidas, Casanova, Sthendal y Tolstoi» y «Magallanes. El hombre y su gesta».
Mirko Czentovicz no demostraba desde niño ninguna cualidad en las diferentes materias convencionales, pero se reveló como un genio del ajedrez, llegando a ser campeón del mundo. Huraño y esquivo, rechazaba en la medida de lo posible todo contacto para no demostrar en público sus carencias, pero en un viaje en barco desde Nueva York a Buenos Aires se preparan unas partidas de ajedrez entre aficionados en las que un empresario, dinero por medio, llega a retar a Mirko. Cuando la partida iba a ser rematada por el campeón, uno de los que estaban presenciando la partida como espectadores, conocido en la novela como señor B., indica un movimiento que va con contra toda lógica y que hace perder la partida al campeón (o dejarla en tablas, no recuerdo bien). El señor B. es un noble vienés que huye de los nazis, que quiere pasar desapercibido y que se ha jurado a sí mismo no volver a acercarse nunca a un tablero, pero la presión de los viajeros unida a la vanidad de Mirko concierta un primer enfrentamiento en ellos y …
No vamos a descubrir la prosa deliciosa de Stefan Zweig, ampliamente contrastada y que por momentos me recuerda a otros maestros entre los que solo voy a citar. por ser de pluma española, a Manuel Chaves Nogales. En estos días de noviembre de 2020 pocos serán los que no se hayan acercado a ver la magnífica miniserie televisiva «Gambito de dama» —«The Queen's Gambit» en inglés—, un libro de Walter Tevis del mismo título que habrá que leer. El disfrute con las imágenes de la cuidada serie me recordó el libro de Zweig, lo que me llevó a devorarle en poco tiempo: un lector medio tardará poco más de una hora en disfrutar de un planteamiento muy cuidado en el mundo del ajedrez, un mundo que antaño ocupaba espacios en medios con motivo de los campeonatos mundiales y que ahora ha quedado relegado —en los medios— a la nada, pese a los esfuerzos del gran periodista Leontxo García por mantener viva la llama. Los que antaño conocíamos a Gasparov, Karpov, Fisher y compañía ahora no sabríamos decir quién es el campeón del mundo de ajedrez suponiendo que siga existiendo ese campeonato, que creo que sí. En todo caso, la protagonista de «Gambito de dama» no es considerada la mejor ajedrecista femenina del mundo, título que teóricamente recae en la ajedrecista húngara Judit Polgár. Pero nos desviamos del mundo de la literatura al que vuelvo para terminar animando al que estas letras leyere a hacer un alto y devorar este librito que habla no solo de ajedrez sino de la tensión de los jugadores, del público que les rodea, de los sentimientos de un presidiario y de las pasiones humanas y su relación con el dinero unas veces y la auto estima en otras. Lea, lea, no se arrepentirá.
Todo el libro requiere ser subrayado, pero por elegir un único —un poco largo— párrafo… El señor B. se las había ingeniado para sortear a sus guardianes y aprender a jugar al ajedrez de forma auto didacta en una lóbrega prisión…
Habían construido una nada absoluta, no sólo en torno a mi alma, sino también en torno a mi cuerpo. Me habían despojado de todos los objetos: el reloj para que no pudiese medir el tiempo, el lápiz para que no pudiese escribir, el cuchillo para que no pudiera abrirme las venas; tampoco el tabaco, el más nimio de los reconfortantes, me estaba permitido. Nunca conseguí ver más rostro humano que el del guardián, a quien no le estaba permitido decir nada ni responder a ninguna pregunta, ni tampoco pude oír jamás una voz humana. Ni la vista ni el oído ni ningún otro sentido recibían, ni de noche ni de día, estímulo alguno: me hallaba solo con mi cuerpo y cuatro o cinco objetos mudos: la mesa, la cama, la ventana, el aguamanil... desesperadamente solo. Vivía como un buzo bajo la campana de cristal en el negro océano de aquel silencio; un buzo que presiente que se ha roto ya la cuerda que le unía al mundo exterior y que nunca más será rescatado de aquellas calladas profundidades. Nada que hacer, nada que oír, nada que observar; el entorno de la nada, el vacío total, sin espacio y sin tiempo. Me paseaba arriba y abajo y conmigo iban los pensamientos, arriba y abajo. Una y otra vez, arriba y abajo. Pero incluso los pensamientos, por muy etéreos que parezcan, requieren un punto de apoyo, pues de lo contrario giran y giran en torno a sí mismos, en un torbellino sin sentido; tampoco ellos soportan la nada. Desde la mañana a la noche se está a la espera de algo que nunca llega. Se espera y se espera. Y no ocurre nada. Y se sigue esperando, y esperando, y esperando... y pensando, y pensando, y pensando... hasta que duelen las sienes. Y no ocurre nada. Y estás solo. Solo... Solo...