Edward Fitzgerald
Brenan, nacido en Malta en 1894 pero de ascendencia británica, es un escritor e
hispanista perteneciente al Círculo británico de Bloomsbury. Con una infancia
itinerante, residió en varios países tales como la propia Malta, Sudáfrica,
Inglaterra, Irlanda o la India. Instalada su familia de forma definitiva en
Gran Bretaña, estudió en el Radley College de Oxfordshire. Viajero e inquieto
recorrió Europa y participó como soldado en la I Guerra Mundial siendo
condecorado. Con los posibles de su herencia familiar reside largas temporadas
en un pueblo de Granada para dedicarse a la lectura y pasear por el campo.
Trasladada su residencia a Málaga es testigo directo de la batalla en esa
ciudad durante la Guerra Civil Española. En 1943 publica en inglés este libro, «El
laberinto español», estando prohibido en España en aquellas fechas y
durante muchos años y que al fin vio la luz en 1978 en la editorial Ruedo
Ibérico de París. En total escribió unos cincuenta libros, la mayoría de ellos
de viajes. Muere en España en 1987 a la edad de 92 años.
Los españoles llevan grabado muy en su interior el
sentimiento de «patria chica» por lo que es muy difícil alcanzar un consenso
unitario para todos, ya que priman sentimientos locales cuando no de tipo
nacionalista que entienden como una agresión las disposiciones de gobiernos
centrales llegando incluso a sublevaciones violentas. El convulso siglo XIX
español es buena prueba de ello, así como el primer tercio del siglo XX que desencadenó
una violenta Guerra Civil en 1936. Estamos ante un libro de referencia de un
hispanista inglés que analiza desde la distancia los complejos sucesos que
fueron poniendo piedra sobre piedra hasta llegar a la catástrofe.
¿No es España, después de todo, el país en que la Historia —y de qué
monótona manera— se repite una y otra vez?
Interesante resaltar el subtítulo de este libro: «Antecedentes
sociales y políticos de la guerra civil española». Me atrevería a
considerarlo un catecismo de obligada lectura para todos los españoles, que de
alguna forma aprenderían que la historia que no se conoce está obligada a
repetirse. Nada de lo que ocurre en estos momentos, primeros años del siglo XXI,
es nuevo, pero se lo parece al común de los españolitos que tienen muy poco por
no decir ningún conocimiento de la Historia de España y cuando lo tienen, en
algunos casos, está enormemente sesgado por un periodo de cuarenta años que es mejor
no recordar. A modo de ejemplo, para muchos españoles de cualquier edad, una república
—una forma de gobierno como otra cualquiera— no es sino «nuestra república de 1931» sobre la que no han leído ni oído nada
fuera de la enseñanza «oficial». Verdaderamente lamentable, pero se está a
tiempo de conocer una verdad nada sospechosa, la de Brenan, leyendo este
magnífico libro. Analizando y estructurando de manera impecable, fundamentándose
en los hechos y no en las opiniones, el autor desmonta tópico tras tópico con un
resultado apasionante que arroja luz sobre unos hechos que muchos están lejos
de conocer y no van a ser enseñados en escuelas y colegios, donde el temario de
la asignatura de historia suele acabar con la «gloriosa» Guerra de la
Independencia ante los vecinos galos, que por cierto tienen como forma de
gobierno una república desde hace muchos años.
«Desde la primera página tienes la penosa
sensación de que ya entonces, éramos como somos, de que hemos retrocedido o
apenas avanzado: habla de “casta” y de caciques que compran el voto con redes
clientelares, de una Iglesia al servicio de una clase privilegiada poco
industriosa que no fomenta el empleo y de una enfermedad nacional cuyo
principal síntoma es la separación entre el sistema político y financiero, de
un lado, y las necesidades del país, de otro».
Página a página, con una prosa admirable, el lector español
se irá asomando a una historia útil y podrá irse lamiendo sus heridas ante la
evidencia de nuestras miserias y nuestra mediocridad en asuntos de colaboración
y mirada al futuro sin anteponer los intereses personales, locales o
autonómicos por delante de los nacionales. El autor, enamorado de España, no
podía entender lo que estaba pasando cuando tropas italianas atacaban
ferozmente Málaga ayudando a los «nacionales».
Ahora bien, los españoles son por lo general
gentes suspicaces e intolerantes; habitualmente viven en compartimentos
sociales estancos y gustan de arreglar sus asuntos a través de pequeñas camarillas
o de grupos. Todo para su familia, sus amigos, sus subordinados, su clase, y
nada para los extraños, es su regla.
Una idea nueva, incitación a la acción
común, se presiente que podría liberar todo ese cúmulo de energías hasta aquí
dirigidas únicamente contra sí mismas; y en vez de batallar sin objeto en torno
a sus propios problemas, España podría muy bien enviar rayos de luz y de
energía hacia el mundo.
La acción de la Iglesia ha sido, pues,
predominantemente política y, como ha escogido a sus aliados entre las clases
más ricas y más reaccionarias, se ha atraído en el curso de la lucha la
hostilidad de todos los elementos honrados y progresivos del país, hostilidad
que le ha causado un daño increíble. Los españoles cultos se han visto forzados
a considerar a la Iglesia no sólo como al enemigo del gobierno parlamentario,
sino de toda la moderna cultura europea; las clases trabajadoras han encontrado
en ella una barrera a sus esperanzas en pro de un nivel de vida mejor.
Pero, la inercia y el estancamiento han sido
las características de la economía española durante muchos centenares de años,
desde que los cruzados de Fernando III destruyeron las bases de la prosperidad
en Andalucía y que las minas de Cuzco daban la lección de que la riqueza de un
país consistía, no en la industria, sino en la plata y en el oro. Castilla, que
había realizado la unidad española, sentía un horror bizantino hacia el tiempo,
hacia el cambio y hacia todos aquellos impulsos que hacen florecer a las
naciones modernas. El resultado ha sido una estratificación rígida de la vida
social que no corresponde ni al orgulloso e independiente carácter de los
españoles, ni a las condiciones de vida de la Europa moderna.
La máquina electoral disponía de su estado
mayor en el Ministerio de la Gobernación. Desde allí se cursaban órdenes a los
gobernadores civiles de las diferentes provincias, señalándoles los nombres de
los candidatos del gobierno, y a veces incluso las cifras aproximadas de la
mayoría por la cual debían aparecer triunfantes.
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